Los recuerdos de una madre son memorias perpetuas. No hay quien diga que ella no es capaz de traer al presente cada detalle del nacimiento de su hijo. De la primera vez que lo vio, cuando lo sostuvo en sus brazos, lo alimentó con sus pechos…
Las veces que le cambió el pañal, cuando le dio de comer, lo bañó, lo llevó al parque de diversiones, lo besó, lo abrazó… Cualquier instante tiene valor para ser recordado. Hasta el más simple de ellos puede ser el que precisamente se memorice durante los años venideros.
Ella, como afanoso escribano deja constancia de todo cuanto vivió y vive al lado de su criatura, por eso, no hay quien dude que la madre es un ser especial. De una memoria afectiva prodigiosa, que es capaz de hacer evocaciones o construir recuerdos imborrables sobre la maternidad, el nacimiento y la crianza de su hijo.
Mis recuerdos imborrables…
Las patadas en el vientre eran una señal de que estabas ahí
Primeramente, en el ámbito de la memoria uno de los primeros recuerdos que puede atesorar una madre es el momento de las pataditas de su bebé. Es un instante insólito aquel cuando su hijo comienza a moverse por vez primera mediante una leve vibración y un calambre al mismo tiempo.
Los que, con el paso de las semanas, y para sorpresa y alegría, comienzan a ser más fuertes. La mujer ve su vientre oscilar, cómo se abulta a un lado y enflaquece al otro, cómo gira en remolino mientras el bebé “nada” dentro del líquido amniótico.
Además, los recuerdos de ese período no se borran. En ocasiones, ella puede volver a verse con la pancita grande y sentir hasta la molestia que percibía cuando su hijo se colaba debajo de sus costillas. O cuando se “cabreaba” de tal forma que eran patadas para aquí y para allá, y ella se pegaba a la espalda de papá para que él también pudiera disfrutar el momento y recibir el mensaje de felicidad, vida, buena salud, energía, esperanza y amor, que su hijo les daba.
En ninguna otra mirada encontraré lo que veía en tus ojos
Por otra parte, las miradas de un hijo que ama a su madre son magnánimas. Cuando él logra percibir el rostro de su progenitora se queda quietecito observando sus detalles. Encuentra sus ojos y los observa con sorpresa, calma, alegría, amor.
Por si fuera poco, en esos minutos le da la oportunidad, a esa, la mujer que siempre tiene delante. De conocer la mirada más pura del mundo para esculpirla en su mente y disfrutarla después. Es la mirada de un hijo hacia su madre constancia veraz de la devoción entre ambas partes, una relación enriquecedora que alimenta el espíritu de uno y otro ser.
Son recuerdos imborrables: tu risa, tu voz, tu carita, tus pies, tus manitas… tú
La risa de un niño alegra hasta el hogar más triste. Cuando existan motivos para la aflicción, si ríe el niño de casa, si está feliz, los adultos encuentran sosiego. La risa de un hijo es alegría que energiza cualquier ambiente. Aún cuando es efímera se almacena en la memoria de todo el que puede disfrutarla.
La voz de un menor está matizada de musicalidad. Son cuerdas vocales vibrando a más no poder mientras dos pequeños pulmones dejan salir el aire que su madre ama, ese que le gusta respirar de cerca.
La carita de un hijo, para mamá, es la imagen más perfecta del mundo. No hay otra más linda, no, mirada con los ojos de su corazón. Los pies y las manos del bebé quedan grabados en no pocos recuerdos.
Cuando levanta las manitas para que lo carguen. Cada vez que despierta y se estira con esos pequeños pies que quedan tiesos. Tiesos por algunos segundos y permiten que los deditos se separaren entre sí. En las muchas veces que necesita tocar con manos y pies el rostro de su madre para sentirse protegido, acompañado, amado y feliz.
Un hijo y los miles de momentos que se viven a su lado son, en sí mismos, recuerdos imborrables para la dicha y el bienestar de su mamá. Sin duda, una de las mejores partes de la memoria autobiográfica que ella podrá tener en la vida.