«Tener un hermanito». Ese fue mi deseo de cumpleaños hasta los cinco. No quería juguetes caros, ni mascotas, ni la última Barbie. Desde la total inocencia, yo imploraba por un hermanito con quien jugar. Sin embargo, lo que recibí no era exactamente lo que había pedido. Ahora lo entiendo: nunca la expectativa coincide al 100 % con la realidad, y está bien así.
Vivir mi infancia junto a mi hermano con discapacidad cognitiva fue un desafío tan inesperado como enriquecedor. Sin elegirlo, tuve que aprender a tolerar la frustración de no poder compartir con él todo lo que alguna vez soñé. Muchas veces, las limitaciones me negaron la posibilidad de compartir travesuras, pensamientos y proyectos.
Sin embargo, ser su hermana me convirtió en mejor persona porque me ayudó a ampliar mi visión del mundo y a entender que todos somos diferentes en algún sentido.
Mi experiencia creciendo junto a un hermano con discapacidad cognitiva
En este texto no hay verdades absolutas. Tampoco instrucciones emocionales que indican el camino correcto en la convivencia con un hermano con discapacidad cognitiva. Aquí, no hago otra cosa que compartir la carta que escribí para mi hermano.
Se trata de un relato personal, que no pretende determinar lo que está bien o mal, lo que es adecuado o inadecuado. En mi caso, tener un hermano con discapacidad involucró una mezcla de sensaciones muy diversas.
Las emociones ambiguas y los pensamientos confusos ocuparon papeles protagónicos en mi historia. Me llevó tiempo y un profundo trabajo de introspección ponerle nombre a lo que sentía y pensaba.
Bueno, basta de aclaraciones. Aquí va la carta.
Primero, me enojé contigo
Cuando llegaste a casa todo cambió. La energía era otra, difícil de describir. Cuando percibí que papá y mamá ya no tenían ojos para mí, me enojé contigo. Los celos me brotaban por los poros. Te habías robado la atención de toda la familia. O al menos así lo sentía yo.
Mientras nuestros tíos, abuelos y primos te miraban con ternura, yo quedaba a un lado. Supongo que esto es lo que suele ocurrir en todas las familias cuando nace un nuevo integrante: todo se empieza a compartir, incluso las miradas.
Todo empeoró cuando fuimos creciendo y mis ganas de jugar contigo no se satisfacían. Al principio, creí que no te involucrabas en mis juegos porque no querías. Me sentía rechazada, lo que me hacía enfadarme contigo aún más.
No recuerdo el momento exacto en el que advertí que había cosas que yo podía hacer y tú no, pero sé que me dolió muchísimo. «¿Quién iba a jugar a la carrera conmigo?, ¿con quién iba a armar los puzzles?», de acuerdo a la inmadurez propia de cualquier niño, mi postura era todavía bastante egocéntrica.
Los niños pasan por una etapa donde sienten el centro del mundo, y esto hace que les resulte difícil ponerse en el lugar de otra persona.
Cuando ingresaste a la misma escuela a la que yo iba, nuestros papás me pidieron que te cuide. De un año a otro, «mi» colegio se convirtió en «nuestro» colegio, y mis amigos me empezaron a hacer preguntas extrañas que yo no sabía cómo responder.
Agradezco la forma en que mamá y papá nos criaron, pero muchas veces se olvidaron de que yo también era una niña. Y que, aunque podía vestirme, jugar y hacer los deberes sola, también tenía necesidades. Por momentos, sentía que me exigían más paciencia y comprensión de la que una niña que apenas alcanza el metro de altura puede ofrecer.
Luego, te cuidé en exceso
En el inicio de mi adolescencia, empecé a amigarme con la idea de tener un hermano con discapacidad y comencé a quererte mucho más. Durante un período de nuestra historia, te mantuve en una cajita de cristal.
Era la primera que te defendía cuando alguien se burlaba de ti y movía cielo y tierra para asegurarme de que estuvieras bien. ¡No sabes en cuántos problemas me metí por defenderte! Llegué a empujar a un niño que se reía de ti en la escuela y terminé en la oficina de dirección.
En casa, te preparaba la merienda y te ayudaba a comer. Te limpiaba y ordenaba toda tu ropa. También satisfacía todos tus caprichos. Lo que querías, lo tenías. Salía corriendo a comprar helado cuando me hacías entender que te apetecía. Mirábamos los programas de televisión que tú querías.
Ahora que lo pienso mejor, puedo comprender que con mi exceso de protección intentaba disminuir la culpa que sentía.
No te voy a mentir, esa emoción me acompañó durante gran parte de mi juventud. Incluso, todavía se asoma de vez en cuando. Me sentía culpable por poder hacer cosas que tú no podías. Por jugar al vóley mientras tú me observabas desde las gradas, aunque a ti parecía no molestarte. O por salir con mis amigos mientras tú ibas a tus terapias. De hecho, llegué a creer que era la responsable de tu condición.
Ahora, valoro la diversidad
No fue antes de mis quince años que comprendí que te estaba protegiendo más de lo que necesitabas. Empecé a confiar en tus capacidades y me demostraste que había muchas cosas que podías hacer solo. Muchas más de las que yo imaginaba.
En esos tiempos, disfrutaba muchísimo de pasar tiempo contigo. Las tardes de música pop eran nuestras favoritas. Tú desde tu silla y yo arriba de la cama. Tu sonrisa de oreja a oreja era la señal de tu diversión. El interés por la música es algo que compartimos, nos hace sentir más cerca. Aun siendo diferentes, podemos compartir las mejores cosas.
Hay algo que te voy a agradecer de por vida: me ayudaste a darme cuenta de que no soy peor ni mejor que nadie. Sin darte cuenta, fomentaste mi empatía y capacidad de escucha. Hoy me encanta estar con personas diferentes a mí y enriquecerme de ellas. Sé que no tiene mucho sentido, pero me aburre estar en sitios donde todos lucen igual. Lo encuentro llano, insípido.
El que es diferente a mí no me empobrece, me enriquece.
– Antoine de Saint-Exupéry –
A pesar de que a veces me haces perder la paciencia, tenerte como hermano es algo estupendo. Ojalá todo el mundo pudiera ver el valor que tienes. No eres un ángel ni un eterno niño, eres una gran persona. Me encantaría que todos pudieran entender que aunque tu discapacidad es parte de ti, eres muchísimo más que eso. Te quiero y me alegra crecer a tu lado.
Última reflexión sobre tener un hermano con discapacidad cognitiva
Tener un hermano con discapacidad cognitiva no es algo negativo ni positivo. Es lo que es, con sus ventajas y desventajas. En definitiva, cualquiera hubiera sido mi realidad, habría tenido aspectos bonitos y otros no tanto. Se trata de dejar de luchar con lo que no podemos cambiar y encontrar belleza en lo que es.
En lo personal, trabajar la aceptación ha sido un antes y un después en mi vida. Cuando entendí que no podía cambiar la realidad, dejé de querer hacerlo. Digamos las cosas como son: yo tampoco soy una hermana ideal. Quizás, a él le hubiera gustado que yo fuera más divertida, más alta o menos cascarrabias. Si él me acepta tal como soy, ¿por qué yo no lo haría?
Bibliografía
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